9 de julio - Santa Verónica Giuliani.
Abadesa.
En medio de populosas ciudades, en las que
el tráfago impetuoso de la vida moderna se mueve alocado y febril, vemos
a veces un pobre convento, circundado de misterio y de austeridad: es un
convento de monjas capuchinas. El alma se estremece ante noticias y leyendas
que pretenden traspasar los muros y revelarnos los secretos de esas monjitas,
prodigios de penitencia y de virtud, sepulcros de silencio, huertos perfumados
con una fragancia celestial, pero impenetrables como los jardines de los
dioses. En uno de esos conventos vivió su vida de amores divinos
Verónica Giuliani.
Las puertas de su monasterio, y aun las
puertas de su alma, se nos abren de par en par en este caso, porque la misma
Verónica nos ha dejado una llave de oro, invitándonos a entrar y
a recrearnos con las bellezas escondidas del más deleitoso de los
vegetales. Esa llave es su «Diario», escrito por un providencial
mandato de sus confesores. Hoy esa alma no tiene secretos para el lector:
podemos enfrascarnos y nadar en un piélago de maravillas, sin peligro de
que asome a nuestros labios el gesto del desdén o de la incredulidad.
Los santos no mienten, aunque nos hablen prolijamente, como Verónica
Giuliani, de sus arrobamientos, de sus éxtasis o de sus triunfos.
* * *
Nuestra heroína es una de las almas
más extraordinarias que han florecido en la Iglesia Católica. Su
vida llegaría a parecernos inverosímil, como un relato
fantástico, si no contáramos con los más autorizados y
serios testimonios. Además de sus propios escritos, abundantes de
pormenores, tenemos las declaraciones no menos prolijas de sus confesores y de
otras muchas personas que conocieron a la extática virgen
capuchina.
Alguien ha podido decir que «ninguna
mujer, después de la Virgen María, ha sido tan favorecida por el
cielo como nuestra santa»; y que «en ella se encuentran reunidas y
superadas todas las maravillas que admiramos en otras santas como Catalina de
Siena, Teresa de Jesús, Magdalena de Pazzis; en ella brillan los dones
más extraordinarios, más raros y más ricos de la gracia; y
en ella se completa, por manera inefable y única en los faustos de la
Iglesia, la misma Pasión de Nuestro Señor
Jesucristo».
La gran vidente capuchina lleva hasta el
límite, por así decirlo, el endiosamiento de un alma, su entrega
total al Señor, esa «vida oculta con Cristo en Dios»,
según la frase magistral y expresiva de San Pablo.
Su biografía es un tejido
deslumbrante de piedras preciosas: todos los carismas, todos los dones del
Espíritu Santo, los favores más estupendos y los dolores
más insoportables aparecen narrados con infantil sinceridad en las
páginas del «Diario»: «A mayor honra de Dios, y para
cumplir su santa voluntad, con mortificación y rubor describo cuanto
paso a explicar, sólo por pura obediencia». Así comienza
este libro de maravillas. Y nosotros debemos bendecir al Señor con toda
el alma por haber inspirado a los superiores y confesores de la santa ese
mandamiento que viene a mostrarnos a la luz del día lo que con mucha
razón se ha titulado: «Tesoro oculto». Muchos años
ignoró el mundo gran parte de ese tesoro, hasta que el jesuita padre
Pizzicaria lo sacó al público, editándolo en los
últimos años del pasado siglo. Son diez grandes volúmenes
escritos en 1693 y años siguientes, y llegan hasta los últimos
días de la santa. Su lectura ha de hacerse en pequeños sorbos,
porque el estilo desaliñado de la autora, sus digresiones y la
narración de infinitos casos parecidos producen a la larga alguna fatiga
que privaría al lector de sacar todo el provecho posible.
* * *
La pluma de Santa Verónica no tiene
aquel gracejo y ática finura de las obras similares de Santa Teresa de
Jesús; no deleita con el donaire y el desenfado
españolísimos de la virgen de Avila; aquí no hay galas de
estilo, sino incendios de amor. Teresa tiene un carácter más
varonil y más audaz; Verónica es más afectuosa y delicada;
la española es una mística «de armas tomar», la
italiana es un espíritu dulce y sosegado; la carmelita corre por todos
los caminos de España, levantando conventos, hablando con reyes y con
mendigos, promoviendo la reforma y llevando a Dios consigo a dondequiera que
va; la capuchina vive oculta en el claustro, sin hablar más que con sus
hermanas y con sus confesores, encerrada en el costado de Jesús,
enfrascada en continua y sublime oración. Teresa vive en la tierra, y
toca en los cielos; Verónica vive en el cielo, pero toca la tierra. Dos
almas igualmente gigantescas, gemelas a pesar de su diverso carácter;
dos ejemplares excepcionales, de los cuales puede sentirse orgullosa la
humanidad.
* * *
En 1660 nació nuestra santa en
Mercatello, ciudad del antiguo ducado de Urbino (Italia). En el bautismo le
pusieron por nombre Úrsula. Su madre, Benita Mancini, era dechado de
madres cristianas, y los hijos formados en aquel piadoso hogar se distinguieron
por una virtud poco común: era una familia de santos. Dios reinaba en el
corazón de todos y se recreaba en habitar la casa donde tanto se le
amaba. El jefe de la familia, Francisco Giuliani, aunque poseía un
excelente corazón, era quizás la nota discordante: aficionado en
demasía a las vanidades y pasatiempos, abandonó durante algunos
años las prácticas cristianas. Su hija Úrsula, que lo
amaba tiernamente y que era correspondida en la misma forma, consiguió,
andando el tiempo, que volviese al buen camino, que muriese en gracia de Dios,
y aun pudo librarle de una parte de las penas del purgatorio.
Nuestra pequeña Úrsula dio,
desde los primeros años, pruebas inequívocas de su futura
santidad: era la predilecta de Jesús. Su virtud naciente no fue
consecuencia de una sensibilidad enfermiza y veleidosa, sino el fruto maduro de
una excelente educación, y tenía el apoyo de dos sólidas
bases, las mismas que serán el fundamento de toda su vida: amor sin
límites a su Dios y deseos de sufrir mil dolores por Él. Estos
dos rasgos de la fisonomía espiritual de nuestra santa comenzaron a
percibirse, aunque borrosos e imprecisos, en su más temprana edad.
Oigamos una anécdota, tal como nos la cuenta ella misma: «Contaba
yo unos tres años de edad, cuando oyendo leer la vida de algunos santos
mártires me dio gran deseo de padecer. Entre los tormentos que
padecieron estaba el de haber sido abrasados; y al oír esto,
también yo sentía deseos de ser quemada por amor a Jesús,
tanto que hallándonos en invierno, puse una mano en el brasero, con la
idea de quemarme como aquellos santos mártires. La mano se abrasó
por completo, y si no me quitan el fuego, ya se asaba... Me parece que en aquel
instante ni siquiera sentía el fuego, porque estaba como fuera de
mí de contenta. Bien es verdad que pronto sentí el dolor de la
quemadura, y ya se me habían contraído los dedos. Todos los de
casa lloraban, pero yo no recuerdo haber derramado una
lágrima».
A la misma edad, queriendo imitar a Santa
Rosa de Lima, cuya vida oyó leer, inventó un modo infantil de
darse las disciplinas. «No teniendo con qué disciplinarme, me
quitaba el delantal, hacía muchos nudos en las cintas del mismo y,
puesta detrás de alguna puerta, me golpeaba».
* * *
Pero no todo era apariencia e
imitación exterior. La santa niña fortalecía su
espíritu con la oración continua, adivinando ya que la verdadera
santidad no está en padecer ni en mortificarse, sino en la unión
total con la voluntad de Dios. Su deseo más vehemente era llegar a la
edad de la primera comunión, pues preveía que por el alimento del
sagrario había de llegar a esa unión, en la que soñaba
despierta y dormida. Comulgar era, en aquellos primeros años de su vida,
la idea dominante, la suprema aspiración de todo su ser. Dos hermanas
suyas, religiosas ambas, atestiguaron, muchos años más tarde,
estos preciosos recuerdos: «Al regresar a casa nuestra tía o
nuestra madre, después de haber comulgado, salíales al encuentro
Úrsula, y les decía muy alegre: "¡Oh, qué rico
olor, qué exquisito perfume!" Y a la edad de seis años,
cuando nuestra madre fue viaticada, Úrsula subió a su lecho, y se
esforzaba en acercar la boca a la de su madre moribunda, atraída por la
fragancia de la sagrada hostia».
La enamorada niña tuvo que esperar
hasta los diez años, según la costumbre de la época, para
acercarse a su Amado. En 1670, estando en Piacenza, comulgó por primera
vez, y debió sentir tales incendios de amor, que preguntó
ingenuamente a sus hermanas cuánto tiempo solían durar aquellos
maravillosos efectos.
Por el mismo estilo fue transcurriendo toda
la infancia de nuestra admirable santa; «y conforme iba creciendo en edad
-cuenta ella-, iban aumentando mis deseos de ser monja; pero no tenía
quien me creyese, y todos me llevaban la contraria». Su padre, con una
obstinación inexplicable, no quería que nadie le hablara de
aquellos propósitos de su más querida hija, y se esforzaba, con
tenaz ahínco, por hacerla desistir de sus ideas. Se entabló una
lucha larga entre la niña y todos los parientes, alrededor de aquella
decisión; y, naturalmente, Úrsula ganó la batalla a fuerza
de oraciones y de penitencias.
* * *
Tenía una hermosura delicada y
grácil, un carácter vivo, una sensibilidad excepcional; era
querida de todos, y nadie podía sufrir el apartarse para siempre de tan
gustosa compañía. Era además voluntariosa y dominante,
zalamera y caprichosa, no soportaba contradicciones y parecía que sus
arrestos se multiplicaban ante los obstáculos o las negativas.
En su «Diario» nos descubre una
interesante mezcla de defectos y de virtudes; la santa no omite ni el
más insignificante pormenor. «Un día me vestí de
hombre e hice que todas mis hermanas hicieran lo mismo, con lo que me
divertí no poco... Sentía estímulos de no hacerlo
más; pero después lo volví a hacer muchas veces».
Leemos también en las primeras páginas este otro rasgo de un
carácter excesivamente celoso: «Una vez, entre otras, di un
bofetón a una criada, porque me pareció que hacía algo no
muy bueno».
Para aquilatar la bondad de su
corazón sensible, es necesario saber que, aun en aquellos años
juveniles, no podía sosegarse ante el espectáculo de la miseria o
del dolor ajeno; se enternecía de tal manera, que daba a los pobres todo
cuanto hallaba al alcance de las manos, aun sus propios vestidos y juguetes.
Nos cuenta que una vez, habiendo estrenado unos zapatos muy hermosos, y viendo
en la calle a un pobre que pedía limosna, se quitó sus zapatos y
se los dio en el acto. «Muchos años después -escribe en sus
relaciones-, hallándome en oración, parecióme ver al
Señor llevando en la mano un par de zapatos de oro, y me dijo:
"Estos son aquellos zapatos que tú, de pequeña, me diste.
Aquel pobre era yo"».
Basten los hechos que acabamos de narrar
para formarnos una idea aproximada de la niñez y de la juventud de esta
alma extraordinaria y del disgusto y pena que tendrían sus amigos y
parientes al verla desaparecer para siempre detrás de los muros de un
monasterio.
* * *
A los diecisiete años, vencidas
todas las resistencias, su vocación religiosa tuvo el ansiado
cumplimiento: en el convento de capuchinas de Città di Castello, la
joven se encerró definitivamente para vivir sólo para Dios. Al
llegar a la puerta de la clausura, se volvió a la concurrencia que
lloraba de emoción, y dijo con voz firme y alegre: «Adiós,
mundo. Te dejo». Las puertas se cerraron, y la joven corrió
anhelante a ocultar su alegría en la oscuridad de una pobre celda,
iluminada por la presencia del divino Esposo.
La nueva monjita se llama sor
Verónica; pero todas sus hermanas añaden un gracioso apodo lleno
de cariño: «la Bambina», la Niña.
No vaya a creerse, sin embargo, que todo
fue dulzura y consuelos en la nueva vida que tan gratamente comenzaba. A los
pocos días apareció la cruz, vino el desaliento y todo se le
hacía insoportable. «Parecíame la madre abadesa indiscreta,
la madre maestra incapaz, y ninguna de las monjas me era
simpática». A fuerza de oraciones y de vencimientos,
consiguió por fin aquietar su espíritu y gustar las sabrosas
mieles de la vida religiosa.
* * *
Después de su profesión,
pasó por todos los oficios y cargos del monasterio, desde el más
humilde hasta el más honroso, siendo sucesivamente cocinera, despensera,
enfermera, tornera, panadera, sacristana, maestra de novicias y, finalmente,
abadesa, cargo que ejerció once años hasta su muerte. En todos
esos puestos dejó un recuerdo imborrable por su caridad, observancia,
fervor y habilidad. Cuando tenía a su cargo la despensa, un bienhechor
regaló cierta cantidad de duraznos, los suficientes para que a cada
religiosa le tocaran dos o tres. Pero sor Verónica continuó
poniendo muchos días en el refectorio aquella sabrosa fruta, hasta que
su compañera de oficio, sabedora de la escasa cantidad que se
había recibido, le preguntó asombrada: «¿Cómo
hacéis para que duren tanto tiempo estos duraznos?» Y la santa,
sonriente y un poco avergonzada, le contestó: «Comedlos, y no
penséis más en eso». La humildad de sor Verónica hizo
que aquel mismo día cesara la prodigiosa multiplicación de los
ricos duraznos.
Siendo abadesa, a pesar de sus muchos
trabajos y de vivir en continua oración, se preocupaba de todas las
menudencias de la vida material y se interesaba por todas las necesidades del
monasterio. Gracias a su solicitud, el convento de las capuchinas de
Città di Castello tiene hoy agua corriente, sana y en abundancia. La
santa superiora mandó instalar una red de cañerías que
llevasen el agua hasta los últimos rincones de la casa. La pobreza
evangélica y la mortificación propia nunca han estado
reñidas con la caridad.
* * *
Por espacio de veintidós
años, tuvo a su cuidado la formación espiritual de las novicias,
y en tan delicado oficio desplegó todas las dotes de su alma y la
habilidad de una artista consumada: las novicias salían de sus manos no
sólo perfectamente instruidas, sino también santas. La fama de
aquel monasterio se extendió rápidamente por Italia y aun por
lejanos países; y en todas partes se hablaba con asombro de las
capuchinas de Città di Castello. Sor Verónica, que en los afectos
era más tierna que una madre, sabía también corregir y
castigar cuando alguna de sus novicias manifestaba mal espíritu o pocos
deseos de perfección.
Acudía a todos los recursos que su gran
corazón y fina perspicacia le sugerían, para que todas las
religiosas se convirtieran en modelos de virtud, animando a las débiles,
refrenando a las demasiado impulsivas, reprendiendo a las negligentes,
inflamando a todas en aquel volcán de amor que ella llevaba dentro de su
alma. Una de las religiosas más santas de aquel convento,
discípula e íntima confidente de sor Verónica, fue la
Beata Florida Cevoli, alma seráfica y jardín fragante de todas
las virtudes, que mereció de Dios favores extraordinarios y frecuentes,
que vivió abrasada de amor y que murió dejando un recuerdo
profundo de admiración y no pequeña fama de santidad.
Dícese que también ella, como nuestra Verónica,
mereció llevar en su cuerpo las llagas de Cristo.
En el período de su magisterio
espiritual, nuestra santa sabía inculcar a sus novicias aquellos
pensamientos y amores fundamentales que llenaban toda su vida: Jesús
Sacramentado, la Pasión, la Virgen Santísima, el espíritu
de San Francisco, la perfecta pobreza, la no interrumpida oración, el
culto de la penitencia, la pureza inmaculada, la caridad fraterna, la
obediencia absoluta; en una palabra, todo aquello que promueve y perfecciona la
vida interior, todo lo que trueca en paraísos los conventos y lo que
lleva directamente a la conformidad de un corazón con el corazón
de Dios.
* * *
La devoción a María
Santísima, que, como podrá notar el lector, es una especie de
distintivo familiar de nuestros santos capuchinos, tenía en
Verónica Giuliani un sello especial de poesía y de
apasionamiento. Desde muy niña tuvo largos y afectuosos coloquios con su
madre del cielo, sobre todo después que perdió a su madre de la
tierra. En su vida religiosa, la santísima Virgen fue su confidente y
amiga inseparable, la consolaba visiblemente en las penas, la conducía
de la mano por las altas cumbres de la perfección, era su maestra y,
como tal, le dictaba las páginas inmortales de sus confidencias
místicas y de su diario autobiográfico. La mística
capuchina gozaba casi diariamente de la visión y regalos de
María, unas veces contemplando su gloria o sus perfecciones, otras veces
participando de sus dolores y llorando con ella. Nada hacía
Verónica sin consultarlo antes con su madre celestial,
exponiéndole familiarmente sus dudas y obligándola con ternuras
de hija a que le sirviera de guía y de maestra.
Cuando fue elegida abadesa, mandó
que colocaran en el sillón abacial una imagen de la Dolorosa, y puso en
sus manos las llaves, la regla y el sello del monasterio, rogándole que
fuese ella la verdadera y única superiora de la casa; y dícese
que todas las noches, antes de acostarse, repetía la misma
ceremonia.
Cuando se acercaba alguna de las
festividades de la Virgen, llovían sobre el monasterio regalos y
limosnas en tal abundancia, que las religiosas lo atribuían a la
devoción filial de la madre Verónica, y solían decir, a la
vista de aquellas abundantes provisiones: «Hoy, la divina Abadesa nos paga
la fiesta». Y Verónica llamaba a su querida Virgen «la
superiora y la procuradora del convento». A veces, en graves apuros
económicos, muy frecuentes en los conventos de capuchinas, la sierva del
Señor acudía con especial confianza a la Virgen, le manifestaba
sus necesidades y añadía con un mohín de niña
mimada: «Madre mía, no tenéis más remedio que
escucharme». Y, en efecto, ante tal confianza e ingenuidad, la Madre de
Dios no tenía más remedio que favorecer a manos llenas a
su hija, consolarla, ayudarla y santificarla.
* * *
Pero los rasgos propios, personales e
inconfundibles de la fisonomía mística de Santa Verónica
son los de su semejanza en cuerpo y alma con Cristo Crucificado. No conocemos,
en la historia de las almas, ninguna que se pueda igualar o comparar en este
punto con nuestra santa. Es un caso inaudito, único y asombroso, que
sólo puede ser creído por el testimonio de la misma
Verónica que nos ha descrito, con admirable sencillez, todos los
carismas con que el Señor la favoreció en los cincuenta
años de su vida religiosa. La pasión de Santa Verónica
viene a ser una segunda edición de la Pasión de Jesús; es
el martirio de un alma, al lado del Dios mártir.
Nada tienen que hacer aquí las
ciencias humanas; la crítica y la filosofía deben enmudecer; la
biología tiene que postrarse de hinojos ante un caso que sale de los
límites de todos los conocimientos científicos. Dejemos paso
libre a la omnipotencia de Dios, a su sabiduría y a su bondad. Los
mismos ángeles del cielo confesarán su incapacidad para
explicarnos ese cúmulo de fenómenos extraordinarios.
* * *
¿En qué época comenzaron
las gracias especiales que recibió Verónica?
«Paréceme -escribe ella- que cuando contaba tres o cuatro
años, hallándome una mañana recreándome en el
jardín cortando flores, parecióme ver visiblemente al Niño
Jesús, que cortaba conmigo dichas flores. Dejé éstas y me
dirigí hacia el divino Niño, y Él pareció decirme:
"Yo soy la verdadera flor"». Y desapareció.
En sus escritos vemos numerosas referencias
a estos favores celestiales, visiones de Jesús y de María, de
varios santos, especialmente del seráfico Patriarca y del Ángel
de la Guarda, iluminaciones, voces, deliquios y éxtasis. Pero la
verdadera lluvia de regalos y de martirios, en compañía de Cristo
crucificado, tuvo lugar desde que nuestra santa dejó el mundo para
vestir el sayal capuchino. En los cincuenta años de vida
monástica, puede decirse que no pasó día sin que
Verónica participase de la vista y de los dones y sufrimientos de su
celestial Esposo. A veces le sucedía sentir por algún tiempo una
especie de alejamiento de Dios, una sequedad del alma que le ponía en
trance de muerte; pero esas pruebas, como borrascas terribles y pasajeras, se
desvanecían rápidamente, y volvía a lucir el sol
vivificante, derramando sobre ella esplendores y delicias.
Verónica recorrió, paso a
paso, todos los tormentos y todas las amarguras de la Pasión. Desde el
cenáculo hasta el calvario, el alma de la seráfica virgen
participó íntegramente de todas las escenas de aquel drama
divino; ora descansando dulcemente sobre el pecho de Jesús, como el
discípulo amado; ora sintiendo las espinas punzantes en la cabeza, los
azotes, los clavos, la herida del costado, el peso de la cruz y el abandono
mortal del cielo y de la tierra. El demonio la perseguía sin descanso,
con toda su astucia diabólica; algunos de sus confesores la
sumían en un mar de dudas y confusiones, la mortificaban con mandatos
rigurosos y hasta juzgaban locura o hipocresía todo lo que ella
candorosamente les contaba; y Cristo la asoció a su banquete de dolor y
al cáliz de sus amarguras, dándole también, con larga
mano, los exquisitos goces de su cariño.
* * *
El «Diario», comenzado el 13 de
diciembre de 1693, abre sus páginas con este prólogo:
«Estando por la noche en oración, me sentí invitar al
convite del sufrimiento, y en aquel instante tuve un poco de recogimiento,
durante el cual Dios me mostró aquella gran cruz, por mí tantas
veces vista, haciéndome saber que hasta la santa Natividad debía
experimentar muchos sufrimientos, y que en señal de esto, todos los
días vería dicha cruz, con vista intelectual. Así ha
sucedido; y a cada visión paréceme que se me acrecentaba el deseo
de más padecer».
Después de esto, bien podía
Verónica repetir con la esposa de los Cantares: «El Señor me
llevó a la cámara de sus vinos, y ordenó en mí el
amor».
Aceptada aquella invitación, la
enamorada de Cristo vivirá una larga vida de fuego y de cruz,
recorriendo un camino erizado de espinas, ascendiendo sin vacilar a la cima de
todos los heroísmos. Lleva en su cabeza y en su corazón el
tormento mil veces renovado de la corona punzante; bebe hasta saciarse el
cáliz de Getsemaní, apurado en repetidas ocasiones, con sed
creciente de padecer por su Dios; ve a Cristo azotado, hecho una llaga desde
los pies a la cabeza; y ella pide con ansia una parte de aquellos dolores, y su
cuerpo se cubre de heridas que, al abrirse, difunden una fragancia delicada por
todo el monasterio; quiere llevar la carga de la cruz, y sus hombros se hunden
con el terrible peso del madero, y sus espaldas se ponen cárdenas y
doloridas; ve a Jesús abandonado de los discípulos, y ella cae
también en mortal angustia, al creerse abandonada del mismo Dios;
contempla con absoluta claridad al Redentor del mundo, clavado en la cruz,
agonizante o muerto, y el día 5 de abril de 1697, Viernes Santo, recibe
Verónica en su cuerpo las cinco llagas, tangibles, sangrantes, llagas
que le contraen los nervios a la vista de todos, con todos sus dolores y
espasmos, derramando tal cantidad de sangre, que mancha el suelo y los
vestidos; ve el costado abierto del Salvador, y también ella participa
de esa última llaga, sintiendo muchas veces que su corazón
está traspasado por una lanza misteriosa, y muriendo a cada latido por
las contracciones espantosas de todo su ser.
Todos estos tormentos y otros mil que ella
describe en su «Diario», no eran simples alucinaciones de la
fantasía o meros efectos del sistema nervioso alterado. Los dolores iban
acompañados de señales visibles que indicaban su intensidad; la
cabeza se hinchaba, la sangre corría, las llagas resistían a
todos los medicamentos y se cerraban instantánea y perfectamente
sólo al mandato de los superiores. El obispo, los confesores, los
médicos y las religiosas eran testigos de los efectos físicos de
aquella continuada pasión. La misma Verónica, a pesar de su
humildad y de su repugnancia, tenía que confesar claramente los
extraordinarios fenómenos de su vida. Si fue mártir en cuerpo y
alma por la participación de los tormentos de Cristo, no menos
mártir fue por la obediencia impuesta por sus superiores.
Durante su larga vida religiosa pasaron por
el convento de Città di Castello unos treinta y nueve confesores, entre
fijos y extraordinarios; y todos ellos, lo mismo que los sucesivos obispos de
la diócesis, están conformes en afirmar la absoluta veracidad de
la santa y la realidad evidente de sus asombrosos martirios.
* * *
Añádase a esto la dura
penitencia que ella misma se imponía, ya por sus pequeños
defectos, ya por los pecados del prójimo... En sus relaciones se leen
frases como éstas: «No siento pena de los tormentos, sino que sufro
por no hallar penas... Tendíame sobre espinas, revolvíame entre
ellas y no sentía sus pinchazos. Pedía penas con las mismas
penas, y penaba por no hallar penas. Estas cosas las he experimentado muchas
veces. No me extiendo más en esto, porque si quisiera referir todas las
locuras que el amor me ha hecho hacer entre las mismas penas, no podría
describirlo con la pluma». ¡Qué largo capítulo de
penitencias se oculta en estas breves lineas! Su compañera, la Beata
Florida Cevoli, dejó una larga relación de aquellas maceraciones;
sus confesores declararon y descubrieron pormenores abundantes; y la misma
Verónica, obligada por la obediencia, reveló en su
«Diario» algunos secretos de su mortificación
increíble. ¡Y entre tantos ayunos, disciplinas, cilicios y
privaciones, la vidente capuchina vivió hasta los sesenta y siete
años, sin perder un punto la alegría, sin sentir el cansancio,
sin una queja y sin un lamento!
* * *
Una de las cosas más inauditas que
experimentó la santa fue la transformación plástica de su
corazón de carne en una especie de compendio de la Pasión de
Jesús. Este fenómeno, único quizá en la historia,
acaeció el día de Sábado Santo de 1727, pocos meses antes
de su muerte. Cuando Verónica reveló el secreto al P. Guelfi, su
último confesor, éste quedó mudo de asombro. Le
mandó que representara en un papel, aproximadamente, lo que había
sentido en su interior. Verónica, que no sabía dibujar,
acudió a sus dos íntimas compañeras, sor Florida Cevoli y
sor Magdalena Boscaini, las cuales, siguiendo sus datos, hicieron un dibujo que
fue presentado al obispo de la ciudad y que todavía se conserva. A la
muerte de la santa, el obispo Mons. Alejandro Codebó mandó que se
hiciera la autopsia del cadáver con todas las formalidades que el caso
pedía. Treinta y seis horas después del fallecimiento, en
presencia del obispo y asistiendo el gobernador Torrigiani, el canciller Fabri,
varias personalidades notables, el confesor Guelfi, el pintor Angelucci y otras
muchas personas, dos médicos cirujanos abrieron el pecho y extrajeron
una masa de carne que debía ser el corazón. Allí,
perfectamente plasmados y como esculpidos por el Artífice divino,
aparecieron los principales instrumentos de la Pasión: cordeles,
martillos, clavos, espadas, cruz, lanza y varias letras misteriosas, formado
todo de nervios y músculos, en puntual consonancia con el dibujo que
había mandado hacer la santa.
Este es el hecho, narrado por el confesor
de Verónica, presenciado por muchas y respetables personas, con todas
las garantías de veracidad que un fenómeno como aquél
debía tener. Dirá alguno que la ciencia no puede admitir
seriamente tales afirmaciones, que el tamiz científico de nuestro tiempo
es finísimo, y que sólo pasa por él lo que la razón
demuestra de una manera inequívoca; que esas narraciones carecen de
base, y que son imposibles para la naturaleza humana; que el milagro no se
admite ya en nuestros laboratorios. En efecto, respondo: la ciencia humana
conténtese con explorar dentro de los límites de la razón
y de la experiencia; pero no niegue las infinitas posibilidades de Dios, ni se
burle de su omnipotencia, ni se divorcie de la fe. El cerebro humano es muy
estrecho para abarcar todo el poder infinito de Dios. Recuerden los sabios
aquellas terminantes palabras de Jesucristo: «Para los hombres esto es
imposible; pero para Dios todas las cosas son posibles» (Mt 19,26).
* * *
En la vida de Santa Verónica se
encuentran mezclados los dolores más acervos con los goces más
deliciosos, las escenas de sangre y de cruz con los transportes del triunfo y
las visiones del paraíso. Un día Cristo celebra místicos
desposorios con su fiel esposa, y le quita el corazón,
encerrándole dentro del suyo; otro día se le aparece con todo el
esplendor de su gloriosa humanidad, revestido de pontífice eterno, y
administra a su sierva la sagrada comunión, en medio de un torrente de
dulzura; la Santísima Virgen se deja ver, sonriente y maternal, toma la
cabeza de su amada hija y la coloca en el descanso de su regazo; los
ángeles y los santos bajan hasta la estrecha celda de la monja, y le dan
lecciones sublimes de todas las virtudes; el Seráfico Patriarca, modelo
y padre de Verónica, la visita resplandeciente y llagado,
animándola a seguir con él por el camino de la cruz; las almas
del purgatorio le piden su ayuda, y ella las libra del tormento
tomándolo para sí.
El «Diario» de Santa
Verónica no es más que eso: un recuento inacabable de virtudes,
de vencimientos, de martirios y de favores celestiales. A veces asoma en sus
páginas el rostro repugnante de Satán, ya en forma de perro
rabioso y feroz, ya bajo las tocas y velos monjiles, insinuando tentaciones,
promoviendo tempestades internas, mezclando su hedor pestilente con las burlas
o los ataques solapados; pero la santa capuchina posee un escudo formidable
para repeler los embates del enemigo: es la obediencia ciega y total a los
confesores que dirigen su alma.
* * *
La vida de la seráfica virgen
había transcurrido más en el cielo que en la tierra: el fin de
sus días se acercaba, y el espíritu, purificado por el dolor y
por el amor, ansiaba dar el salto supremo para descansar eternamente en los
brazos de su Esposo divino. Un ataque de apoplejía, momentos
después de una comunión fervorosa, la postró en el lecho.
El pobre cuerpo destrozado por la vejez, por las enfermedades y por el martirio
de amor, fue insensiblemente perdiendo las fuerzas y el movimiento: sólo
el espíritu parecía más joven cada día, más
ágil y animoso. Cuando Verónica recibió los últimos
sacramentos creyóse que el ímpetu de su santa impaciencia
acabaría por transportarla súbitamente al paraíso. Pero la
muerte no se apresuraba: la santa quiso apurar hasta las heces el cáliz
de todos los sufrimientos, ofreciéndose como víctima expiatoria
por los pecados del mundo. Fueron treinta días de nuevos dolores.
En la mañana del día 9 de
julio de 1727, el confesor se acercó a la enferma y le dijo: «Sor
Verónica, si es del agrado del Señor que vayáis ahora a
gozarle, y si quiere Dios que para este trance intervenga la orden de su
ministro, yo os la doy». La moribunda, imitadora perfecta de Cristo
paciente, quiso imitarle hasta el fin. «Et inclinato capite, tradidit
spiritum»: «E inclinando la cabeza, entregó su
espíritu». Aquel día era viernes, el día
predilecto de su corazón, el día en que Jesús solía
regalarla con dolores y consuelos.
Verónica había pasado toda su
vida en el amoroso costado de Cristo: el corazón de Jesús
había sido su celda, su monasterio y su cielo.
Cuentan sus biógrafos que, estando
su santa madre en la última enfermedad, llamó junto a su lecho a
sus cinco hijas, les dio la bendición con un crucifijo, y les fue
señalando las llagas de Jesús, una para cada una, como refugio y
encierro de sus almas para toda la vida. A nuestra santa, por ser la menor, le
tocó en suerte la llaga del costado, el refugio del amor. Y en verdad,
que en ese Corazón divino hizo su morada durante la vida, y en él
habitará para toda la eternidad...
Prudencio de Salvatierra,
OFMCap, Santa Verónica de Julianis, en
Ídem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid,
Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 141-160.
No hay comentarios:
Publicar un comentario